miércoles, 3 de julio de 2013

Mi amiga Casilda

Las labores propias de mi sexo me han llevado a bajar a Madrid esta mañana. Adios a mis pajaritos, a mi ruiseñora y a las apestosas urracas. Con mucho espíritu, me he montado en el coche y me dirijo hacia la urbe que, ansiosa, engulle cada día miles de vehículos entre sus entrañas. Ya soy uno mas del pandemonium y pronto empiezo a disfrutar de los parabienes del tráfico rodado en hora punta. Esta vez, no me encuentro solo, me acompaña mi inseparable y fiel Tomtom, que con su voz insinuante hace que la conducción sea mas agradable. Aún no hemos empezado a discutir, mientras nuestros destinos sean conocidos nos ponemos de acuerdo, pero al llegar a terreno indómito solemos terminar mandándonos a la mierda. Si no, al tiempo, que ya sabemos de que pie cojea cada uno.
- recálculo - me dice, ahora que íbamos bien. A mi lo que me saca de quicio es que mi navegador tenga tan poca sangre, de verdad. Si me confundo de avenida podría decir: Recálculo, coño! Pero esa displicencia con la que me trata, que le da igual, que este aparcando el coche, que cayendo por un barranco me mata: Recálculo, está! a! cinco! metros! del final! del precipicio! Y me lo dice asi. Coño, que tu también vas montada guapa, Que no te vas a romper los huesos, pero la pantalla y los circuitos integrados se te van a quedar  hechos unos zorros.
Yo le llamo Casilda, son ya muchos kilómetros juntos, muchas vueltas dadas gracias a su conocimiento de las calles; al final, somos como un matrimonio de mas de veinticinco años. Un arqueo de la ceja dice mas que mil palabras. Aunque, para ser justo, tengo que reconocer que fantaseo con su imagen. A veces me imagino que Casilda es una rubia despanpanante, con pechos voluptuosos y una minifalda de escándalo, y le digo: Pero Casilda, ¿Dónde vas con esa pinta de puta? Si vamos ahí al lado, a comprar tabaco, y ella me contesta: Gire a la derecha. Educada es, siempre mantiene el usted, aunque acabe de mentarle a toda su familia. Son asi las mujeres frías, se que hay gente que le pone la actitud hierática, incluso en el sexo, pero no es mi caso.
Mira que le tengo dicho que estudie... Casilda actualizateee, haz un Master... Que asi no vamos a llegar a ningún sitio.. Pero ella, erre que erre, ya que es un ingenio tecnológico con voz femenina, podían haberlo diseñado obviando ciertas peculiaridades, las mujeres no saben leer un mapa!
Como Casilda se niega a aprender, me tengo que manejar con el escaso bagaje que existe en su cerebro o lo que coño sea. Cuando la compré, me extraño que vinieran señalizadas las calzadas romanas, pero cuando vi que en espectáculos, venia predeterminado el teatro de Mérida, supe que íbamos a discutir. Al menos no me vendieron la versión anterior, que la voz era en latín... Navegantius, senderus et caminus, se llamaba, y estaba tirada de precio, no me extraña!



lunes, 1 de julio de 2013

Masaje con final feliz (primera parte)

Masaje con final feliz (primera parte)


A veces me da un punto raro, lo reconozco, es un impulso extraño, mezcla de morboso y excitante que me lleva a vivir situaciones donde lo desconocido, lo indómito y hasta lo peligroso, me atrae de una manera irracional.
No siempre me dejo llevar por esta llamada de la selva, lo resuelvo con mi imaginación, y con esta masturbación mental parece que se calma el impulso. Pero hay momentos en los que me dejo llevar y me sumerjo en ambientes o lugares que no son habituales para mí, solo por el placer de sentirme un extraño, alguien totalmente fuera de lugar. Es la violación de una frontera para adentrarme en un ambiente ajeno, lo que consigue que mi nivel de adrenalina se dispare. Mi presencia… ¡Un extraño! También provoca la correspondiente reacción, el miedo a lo y a los desconocidos. La forma de vestir, el aspecto e incluso la cara, reflejan lo que es la vida de cada uno y según donde te metas, puedes destacar como una caca de rata sobre un tazón de arroz.
Hoy es uno de esos días que he traspasado la barrera de lo imaginario y he decidido tener una experiencia física, real: Me he metido en una peluquería de chinos para que me dieran el afamado “masaje con final feliz”.
Este tipo de establecimientos regentados por asiáticos han proliferado por determinados barrios de Madrid en los últimos años. La zona de Plaza de España y aledaños parece que son las favoritas por los chinos para este tipo de negocio.
No iba al “tun tun”, una cosa es tener una experiencia y otra pisar sobre terreno desconocido. Previamente me he “documentado” sobre los usos y costumbres de estos lugares para no llevarme sorpresas, ni tener una experiencia demasiado desagradable.
Llego a la peluquería que previamente había localizado por un mapa, un local bastante decadente en una calle… vamos a decir “peculiar”, la calle Leganitos de Madrid. Un escenario antiguo y chulapesco, de esas calles que no apetecen de entrada. Me detengo ante la fachada y constato lo que me habían descrito: una gran cristalera, no muy limpia, deja entrever unos sillones de peluquería donde distingo un cliente dejándose cortar el pelo por una jovencita china. Hay un rótulo grande con caracteres chinos y, como en todos los negocios de orientales, pululan a su alrededor personajes que podrían representar el juego de cartas de las familias del mundo. Es decir, el papá chino, la mamá china, las hijas chinas…
Me da un poco de “yuyu” ante la perspectiva. Meterme ahí es romper ese ecosistema oriental, y casi estoy a punto de darme la vuelta. Pienso en salir “por patas” y correr hasta “El Brillante” de Atocha para comer un bocata de calamares. Esta peluquería no es nada apetecible. Pero me rehago, ya sé que estas situaciones producen un extraño morbo que hacen subir la excitación, y de ahí a salir huyendo existe una delgada línea.
Me armo de valor y me dirijo al interior, fuera he dejado un par de jóvenes chinas que están parloteando. Visten de forma colorida con unos fucsias rosas y azules… Armani les debe parecer un degenerado. Para compensar el colorido, tienen sus muñecas adornadas con pulseras multicolores que terminan de componer su estilismo. Al menos, una de ellas lleva unas simples chancletas negras sin adornos, lo que mi vista agradece. Tiene un pie precioso, pequeñito y con las uñas bien pintadas de negro… Umm, me fijo al pasar a su lado y esta visión hace que mi libido despierte. Si, me ponen las tías que llevan chancletas, pero tienen que ser sin adornos y a ser posible que no cuesten mas de un euro. Aquí en España, solo se usan en verano, pero en Estados Unidos puedes ver a una tía en pleno invierno, con abrigo y en chancletas… puff, me pongo malo…
Como era de esperar, mi paso al lado de las chinas, ha sido estéril. Ni siquiera me han mirado al pasar. He soltado un sonoro “Buenos días”, con el fin de confraternizar, pero no ha surtido efecto. Estos no tienen ganas de nada. El aspecto del interior no desmerece al exterior, no es que parezca sucio… es que está sucio. No hay pelos, ni basura por el suelo, pero el color del repintado y un olor extraño que solo se me ocurre definir como “denso”, te sumergen ya en otro mundo.
Sale a mi encuentro un señor chino, bajito, medio calvo y con gafas. Frío y hierático como casi todos los de su raza, en su boca lleva dibujada una sonrisa más falsa que la Dama de Elche que hay en Elche. Entiendo que será el peluquero y no tengo más opción que empezar a actuar. De nuevo me entra el canguis y estoy a punto de decirle que me quiero cortar el pelo, pero me da la lucidez para pensar que el estilo de corte chino no es el que más me favorece. Cuando le tengo enfrente con esa sonrisa helada, solo soy capaz de articular la palabra “masaje” — uf, ya lo he dicho — pienso. Ya no hay vuelta atrás. El hombre cuando me ha oído, sin contestar, gira la cabeza buscando a una señora que estaba al fondo y le ha explicado a lo que vengo, creo.
  • Die eulo, masaje plofesional — me dice el chino, mientras vuelvo la cara con disimulo para que no advierta mi sonrisa ante la definición.
Me hace otro gesto con la mano para que le acompañe hasta la caja y allí le pago lo acordado; al lado hay un niño viendo la televisión en un monitor en blanco y negro de la época de Alfonso XII. Le doy los diez euros y me indica con el brazo que me vaya hacia la oriental. Este hombre, con tanto aleteo y bien adiestrado, sería capaz de dirigir el tráfico de Sanghai, una lástima que se dedique a la peluquería. Yo, obediente y entregado a cada una de sus indicaciones, me voy moviendo por el local. Ella se encuentra al borde de una escalera que desciende al sótano, está apoyada sobre una barandilla metálica esperándome con el mismo entusiasmo que si la fueran a degollar. En qué tinglados me meto, pienso por un instante. Al llegar frente a ella le sonrío, pero lo único que consigo es que baje la cabeza. Por primera vez me fijo en ella, en mi masajista. Tendrá una edad indeterminada entre 40 y 60, no es guapa ni muy fea, es china sin más, insulsa en todo. Una falda gris, un jersey de color azul y pelo negro. Con el aleteo de brazos, al que ya le voy cogiendo el gusto, me indica que la siga mientras comienza a descender la escalera. Me da tiempo a fijarme en su expresión, pero está claro que no está dispuesta a dedicarme ni una mueca. Me giro hacia la puerta de salida antes de descender por las escaleras,” quizá sea el ultimo día que vea la luz… — pienso — este descenso a las catacumbas podría ser la antesala de mi muerte, nadie se enteraría y al final mis restos desaparecerían entre platos pato cantonés y el cerdo agridulce… ¡Triste final! O igual me tienen preparado un secuestro expres, aunque cuando se enterasen de que me dedico a escribir, supongo que me dejarían tirado en una esquina de la calle tirso de Molina. Con este espíritu y bastante acojonado comienzo a descender las escaleras despacio.
De alguna manera, me alegro de que sea esta señora la responsable de mi masaje. Hubiera preferido la chinita de las chancletas, pero no tengo la certeza de su edad, puede tener entre quince y treinta años. Soy malo para calcular la edad de las tías, pero si son orientales, me tengo que mover por décadas. Por nada del mundo me gustaría tener contacto con una menor, ya me ha pasado alguna vez… ¿A que no sabes cuantos años tengo?, te he mentido… Esto dicho subiéndose las bragas y con una sonrisa maléfica es para vivirlo, Puff, te cagas encima. Si hay una cosa sobre la que tenga certeza en este momento, es que mi masajista es mayor de 18… lo que no sé es el límite por el otro lado.
La china tiene el detalle de esperarme y comienza a bajar las escaleras delante de mí para enseñarme el camino, abajo está oscuro, pero se apresura a encender unos fluorescentes que después de unos parpadeos inundan la estancia con su mortecina luz. ¡Magnifica luz de ambiente! — pienso. Cuando la iluminación ha dado forma al tugurio, casi me arrepiento de ver la “sala de masajes”. Simplemente es un almacén, pero un almacén de chinos, es decir que hay desde una nevera hasta cajas de cerveza apiladas. Calendarios, objetos cubiertos con mantas, una bicicleta, veo algo de ropa, varias chancletas y un antiguo cartel de ron Bacardí, en fin, lo normal en estos casos. No veo que haya una camilla ni nada por el estilo donde me dé el masaje, pero hay una puerta de madera al fondo, la abre y me invita a pasar extendiendo su brazo, ya voy pillando la comunicación no verbal. Me susurra algo en chino sin mirarme a la cara, supongo que habrá mentado a mi familia, pero como no tengo constancia, me callo. Entro en una pequeña habitación y al menos la iluminación ha cambiado, ahora es una bombilla colgada de un simple casquillo que sale del techo como si fuera la flor de la canela. Al menos nos alejamos de la luz lechosa del fluorescente pero el ambiente sórdido continúa. Hay una camilla, si, llamémosle así al tenderete. La señora se apresura a sacar un rollo de papel y cubre la lona de la mesa de masaje y me vuelve a hacer un gesto con la mano para que me quite la ropa y me tumbe. Ella se da la vuelta y se pone cara a la pared, aprovecho ese instante para fijarme en su trasero, mmm, gordito pero bien. Me desnudo y dejo la ropa en una silla de madera destartalada, procuro doblar bien el pantalón para que la cartera no quede al alcance de la mano. También hay una pequeña mesa de madera donde tienen las toallas y los potingues habituales, echo un vistazo a mi cartera antes de comenzar, en este sitio, no me fío de nadie.
Me quedo en calzoncillos y aquí me surge la duda… Por lo que me había instruido antes, lo mejor es quedarse en pelotas directamente, ya sé que el encuentro va a consistir en una pequeña batalla y en este caso la armadura molesta. Sin más, me bajo los calzoncillos y me quedo en bolas frente a ella a la vez que le indico abriendo los brazos que estoy listo para comenzar. Si antes no me miraba a los ojos, ahora no se atrevería ni a mirarme en el carnet de identidad. Está muy violenta y eso me hace sentirme algo más fuerte, esto es parte del morbo. Me indica con el brazo que me tumbe, sin levantar la mirada del suelo. Le obedezco y me acoplo boca abajo en la camilla, no es el sitio más cómodo del mundo pero al menos está mullido. Siento que me cubre el culo con una toalla, prefiero no fijarme mucho en la higiene o en el estado del menage, y a continuación escucho el inconfundible sonido de la tapa del bote de crema y como la extiende masajeándose las manos. Por fin siento sus manos en mi espalda, al menos están calientes y suaves, por la edad y el aspecto, podría haber sido la recolectora de nueces de Mao.
Ha dejado la puerta abierta, por lo que si giro la cabeza puedo ver el almacén, una imagen bucólica que nunca saldrá de mi memoria, allí están las chancletas, el cartel de ron Bacardí y la nevera — ¡a saber que potajes habrá dentro!.
Ahora que hemos intimado, me animo a preguntarle por su nombre, entiendo que al menos hasta ahí llegará con su castellano.
  • Tzun- li — me contesta, sin dar más detalles.


martes, 25 de junio de 2013

Égloga a la muerte de la mosca llamada Atún

Égloga a la muerte de la mosca llamada Atún


Oh Atún, hoy nos has abandonado. La fatalidad ha querido cebarse contigo y llenar de pena nuestros corazones. La pantalla del portátil ha caído sobre tu cuerpecillo, dejándote aplastada contra la tecla de la letra “ñ”, como si con tu muerte quisieras reivindicar nuestra gramática.
He encontrado tu cuerpo inerte, sin vida… ¡Con lo que has sido tu! Con tus patitas retorcidas y tus alitas maltrechas, no has tenido fuerza ni para despedirte, decir un último adiós a quien tanto te ha querido.
Ahora recuerdo esos despertares de verano, en los que gracias al calorcito podías disfrutar de mi desnudez, de mi cuerpo; recrearte en cada rincón de mi anatomía. ¡Cómo te gustaba pasearte por mis oídos! Saludarme cada amanecer, y con tus juegos despertarme una y mil veces… ¡Que momentos Atún!
Tu presencia alegraba mis desayunos, con tus patitas pringadas de mierda, recorrías el borde de mi taza de café, revoloteabas sobre las tostadas con aceite… ¡Como disfrutabas, jodía! Y aunque sabías que no me gustaba, a veces te metías por dentro de la taza para chuperretear con tu lengua los restos del azúcar.
Después me esperabas para lo hora de la comida, siempre atenta, dispuesta a dejar la huella de tu inmundicia en cada filete, en cada lubina, en cada ensalada. Así hasta la hora de la siesta, este era uno de tus momentos de gloría, lo se, aunque nunca te dijera nada. Con tus idas y venidas me alegrabas ese momento de indisposición transitoria; eras tan cariñosa que tenías que regodearte en mis piernas, en mis brazos, en mi cara, pero siempre teniendo cuidado de que hubiera cerrado los ojos para no molestar. Que puedo decir, que no haya dicho ya, eras tan divertida que mis tardes de verano nunca serán lo mismo.
Tu no eras como esos moscardones desagradecidos que inundan la habitación con sus agradables zumbidos para después de un par de vueltas de reconocimiento se alejan con indiferencia. No, tu no eras así, tú eras fiel y permanecías, ahí estaba el secreto de que te amara tanto, por tu fidelidad. No fuiste como otras que me dejaron solo, tú seguiste ahí, con tu perseverancia, con tu tesón.
Siempre te recordaré en las noches de verano, cuando dabas lo mejor de ti misma. Esa forma de jugar al escondite conmigo… ¡Que divertido! Yo encendía la luz y en calzoncillos me ponía encima de la cama para tratar de convencerte con un periódico, de que la broma había terminado. Pero tú seguías imperturbable, ahí, camuflada entre las cortinas hasta que me vieras cerras los ojos o escuchar mis ronquidos. Entonces seguías con tus juegos, tus sutiles pasadas cerca de mis oídos, para asegurarte de que mi sueño no fuera profundo. Así, hasta que de nuevo me veías encender la luz para verme en paños menores y chancleta en mano… ¡Que bromista fuiste siempre!
Oh Atún, me queda el consuelo de que has sido una mosca feliz, te he visto crecer desde que eras una larva alimentándote de las caquitas, después te convertiste en un esplendoroso y radiante díptero. Fuiste libre como el viento, nadie te puso fronteras, igual posabas tus patitas sobre las mierdas del perro del vecino, que luego surcabas el viento rauda hasta mi cocina, para impregnar tus esencias en mis alimentos… ¡Y lo que te gustaba el pollo con tomate! Te dedicabas a pasear tus minúsculas patitas por cada rincón de los platos, dejando siempre la huella de tu paso. Cuando advertías mi presencia, te elevabas con gracia, con sutileza, sin esfuerzo, como una mosca. Esperando a ver mi reacción, tratando de provocarme a seguir con tus juegos, pero no siempre tenía tiempo de jugar contigo y ahora me arrepiento.
¡Fuiste una gran mosca! Lo digo con la boca grande y la letra pequeña, (Bookman old style del 12), justo te has ido cuando estabas a punto de ser adoptada. Si, nunca te lo dije, pero tu destino estaba ahí, en cambiar de compañero de juegos, en ampliar tu círculo de amistades. En las islas Canarias, allí podrías encontrar la felicidad, que quizá, yo te he negado. Allí, una bella dama estaba dispuesta a acogerte entre sus pechos, a aguantarte tus juegos nocturnos y a disfrutar de la lindeza de tus patitas impregnadas de mierda sobre sus refrigerios. Su cocina sería tuya, como si fueras una más de la familia.
Hasta había pedido presupuesto a Seur Moscotas para que tu viaje fuera más placentero, mucho mejor en furgoneta y luego en barco, que volando, tus alitas mágicas no soportarían semejante viaje.
Pero todas estas ilusiones se han visto hoy trucadas, un fatal accidente provocado por mi torpeza… ¡Nunca imagine que estuvieras ahí! Lo juro… lo prometo… te lo aseguro… pensé que no estabas ahí… te vi, pero…

Siii, he sido yo puta mosca, he cerrado la tapa del portátil con tal violencia que casi dejo grabadas las teclas en la pantalla, ¡te pillé! Por fin, ahora puedo disfrutar de mis despertares sin tu impertinente zumbido, sin sentir los cosquilleos provocados por tus repugnantes andares sobre mis piernas, tus aterrizajes repentinos sobre mi cabeza… ¡Adiós atún, puta mosca, adiós!  

lunes, 17 de junio de 2013

En busca de la editorial perdida



Yo he visto atacar naves ardiendo más allá de Orión, he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhausser… también he visto bragas y calcetines a 0,30 céntimos de euro. Todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.


Lo bueno que tiene ser escritor es que viajas mucho, ayer sin ir más lejos tuve que ir a Humanes de Madrid para hablar con un distribuidor de libros. Después de recorrerme Parla, Griñón y los casi 80 polígonos de la zona sur, por fin encontré el sitio y la persona con la que me había citado. La entrevista, mal; resulta que para que distribuyan tus libros tienes que ser alguien, y yo me pregunto que ¿si no están mis libros en las estanterías de las librerías, cómo voy a ser conocido? Total, “la pescadilla que se muerde la cola” y “ya sabemos que esto no es un camino de rosas”.

Me recompongo y, al menos, consigo que a regañadientes el hombre me distribuya en alguna librería de Madrid, eso sí, después de prometerle que me convertiré en “alguien”, aunque para ello tenga que dedicarme al asesinato en serie, “el descuartizador de folios”. Pero, bueno, hoy no toca hablar del negocio de las distribuidoras, ni del porcentaje que se llevan por la venta de libros. Hoy toca hablar de algo más lúdico: de lo que descubre uno viajando.
Enfilo hacia Madrid por la carretera de Toledo y, con tanta industria y camión de reparto a mi alrededor, mis tripas me sugieren que les mande algo acorde con el ambiente de currantes, ¡pincho de tortilla! Cojo la primera vía de servicio que encuentro y desemboco en un polígono. De pronto, empiezo a ver chinos por todos lados, los rótulos de las naves en chino, los indicadores de las calles en el idioma oriental… Un ambiente que me hace pensar ¿dónde coño me he metido?
Todo esto me recuerda una vez que me perdí en Estados Unidos, en el estado de Maryland. Después de recorrer no sé cuántos kilómetros, perdón millas, buscando una playa, llegué hasta una especie de pantalán abandonado. Un sitio inhóspito y despoblado. Por fortuna, encontré un único coche con alguien en su interior, me bajé del mío y me acerqué a preguntar; entonces, me encuentro que el conductor es un hombre de color, negro, de unos cuarenta años, disfrazado de Minie, sí, la novia de Mickey Mouse. Ahí estaba él, con su trajecito rosa de lunares y una diadema de orejitas del mismo color también con sus lunares blancos ¡una monada! Me entró la risa al verle, pero a él no le hizo gracia. En ese momento me doy cuenta de lo que le voy a preguntar: ¿dónde hay una playa por aquí?, es decir, ¿Is there any beach around here? Hasta aquí todo normal, entre comillas; me acuerdo de mis problemas de pronunciación, “beach” significa playa, lo sé, pero “bitch” significa perra, puta. Miro a la cara al conductor con orejitas de Minie y le suelto la pregunta sin más, alargando como pude la palabra beeeaaaach para que no le cupiera duda y no interpretara que estaba buscando putas por allí o peor aún, que pensara contratar sus servicios. Aunque, la verdad, hubiera tenido su morbo con el trajecito. Me miró con sus orejitas de lunares y frunció el ceño. ¡Joder, no me ha entendido! Se lo repito otra vez un poco acojonado, ¿Is there any beeeeeeeeaaaaaaaaaach around here?, esto escrito tiene menos gracia, pero intentad pronunciar de manera diferente beach y bitch sabiendo lo que te juegas. El caso es que me dice que no con la cabeza, le noto un poco violento, no sé si es que ha entendido lo que no es o que simplemente está más avergonzado que yo por su disfraz. Total que doy media vuelta y me marcho sin conseguir enterarme de nada, “por si las flys”.
Vuelvo a la actualidad y el caso es que me encuentro en el polígono de los chinos con la misma sensación de perdido, doy una vuelta buscando un “bareto” y, según me interno en la zona, todo se vuelve más asiático. Veo a un grupo de orientales descargando un tráiler y les pregunto por un bar. Me miran, se miran entre ellos, y me miran otra vez sin decir nada. Me acuerdo de que un amigo me había comentado la existencia de este lugar y de lo baratos que eran los precios. Decido bajarme del coche, poner pie en aquella tierra indómita, y me meto en una de las naves donde venden bolsos. La verdad es que no son feos, supongo que son modelos copiados de Hermes, Louis Vuitton, Gucci, veo los precios y me quedo a cuadros, entre 6 y 8 euros. Un chino me sigue a medio metro desde que he entrado en la tienda sin despegarse de mí, no se fía. Al final, el de la distribuidora de libros va a tener razón, no soy nadie. Le pregunto a mi acompañante por un precio y me responde haciendo gestos con la mano hacia la puerta, por lo visto ahí se encuentra alguien que habla castellano. Me acerco a una señorita asiática y le pregunto por los precios, me chapurrea que tengo que llevarme doce bolsos si quiero que me mantenga el precio que marca. Le digo que aquí, en España, nos casamos con una sola mujer, que son los árabes los del harén, que sólo quiero uno. “Más calo”, me dice, “die eulo”. Le pregunto que si puedo pagar con tarjeta y me mira muy borde como si la estuviera insultando. “Banco, banco”, me repite señalando con la mano hacia un sitio indeterminado a sus espaldas. Me mosqueo y salgo de la tienda, me voy andando para curiosear otras naves, hay de todo, ropa, zapatos, regalos, camisetas, plantas…
Entro en una tienda de camisetas y le pregunto a una dependienta china muy simpática que si podrían serigrafiar un dibujo, me mira con cara de ¿qué me estás contando? Como parece maja, nos ponemos a jugar a las películas, por fin consigo que adivine el nombre del film que le estoy interpretando "¿Pueden imprimir un diseño en las camisetas? “Tles meses, familia China”, me dice levantando el brazo para que entienda la tardanza, que China está en el quinto coño. Le doy las gracias, al menos su simpatía me hace reconciliarme con la idiosincrasia de su raza, pero me dura poco; veo otra nave con vestidos, son bonitos y me extraña, entro y escucho una voz dicharachera a mis espaldas “Hola, qué tal, ¿cómo estás?”, me giro dispuesto a devolverle la amable bienvenida y me encuentro con un chino que me mira serio y con cara de mala hostia, me quedo cortado y sólo le respondo un escueto “queay”. Me ha saludado como si lo hiciera un loro, sin tener el más mínimo conocimiento de lo que estaba diciendo, ni siquiera el tono. Me dice que me tengo que llevar 12 vestidos, le digo que uno y me indica la puerta, el tío borde. Me dan ganas de decirle ¿usted, no sabe con quién está hablando?, pero me acuerdo del de la distribuidora y me callo. No soy nadie.
Veo una nave donde tienen unos calcetines de rayitas de colores que me gustan, entro en el local y tienen todo tipo de ropa interior, bañadores, bikinis, calcetines… Me fijo en las bragas, la cabra tira al monte, tienen unos treinta maniquíes con los modelos y los precios. Cuestan entre 0,30€ y 0,40€ la unidad, muchas son horrorosas, incluso diseños que debieron ser lo más “chic” en la película “55 días en Pekin”, con calados rojos y lacitos de colores por doquier, ¡infames! También hay modelos para tallas grandes, en fin… Encuentro que tienen bodies, picardías de colores y déshabillés, ¡joder con los chinos! Todo tirado de precio. Por fin, encuentro unas bragas “decentes”, unos tangas de colores, marca Dulce&Camino, se me ocurre que tendrían más éxito si les pusieran Dulce&Chumino, pero si quieren mejorar el marketing, que lo paguen. Me voy a por la dependienta y como ya me lo sé, le pregunto que si el precio que marca, 3,75€ el paquete de doce es real. Me dice que si me llevo una docena de paquetes, ése es el precio. Hago un cálculo mental aproximado, una docena de paquetes son 144 bragas, como son "talla única", pienso en la neska, en mi cuñada Almudena, en mis sobrinas Lucia y Salomé, en Ana, en mi suegra… Pero, aún así no me salen las cuentas, tocan a más de veinte bragas por culo, no consigo traseros para tantos tangas ni en toda mi familia. Le digo que sólo quiero un paquete, “más calas, cinco eulos”. Vale, le digo y le pongo el paquete en las manos, le indico con firmeza para me siga como si fuera mi porteadora, voy a por la docena de calcetines de colores y la misma operación: “cinco eulos”. Ya estoy en mi salsa, la dependienta me va siguiendo por la tienda cargando con los paquetes y yo como si fuera Mickael Jackson de compras, ¡joe, a esos precios!. Compro una docena de calcetines para mi hijo, fantásticos, ¡cinco eulos!, menudo chollo. Total, por quince euracos me voy más contento que unas castañuelas. Veo más naves, tienen cinturones de cuero a 2€, veo unas carteras muy bonitas imitación de cuero por 2,50€, pero, ¿qué hago con una docena?
Me acuerdo que yo venía a por mi pincho de tortilla y consigo encontrar un bar. Pienso que va a ser como si me metiera en un tugurio de Shanghay, me imagino un par de chinos con gorrito de paja bebiendo sake, otros gritando alrededor de una mesa jugándose el dinero… pero no, qué decepción, entro y sólo hay tíos españoles, ataviados con su mono azul de trabajo y tomándose la reglamentaria copa de orujo de después de comer, ni un chino. ¿De dónde han salido los nacionales? ¿Los asiáticos no comen? Con esta cuestión en mi mente me pido, por fin, mi añorado y auténtico pincho de tortilla. ¡Qué bonito es conocer mundo!